Dejamos aquí el articulo realizado por Luis Miranda para el ABC, agradeciéndole sus bellas palabras.

Puede ser y es: Nuestra Señora del Tránsito asoma en Córdoba la fe a la calle en su Vía Lucis

Un acto emotivo con más de un centenar de hermanos sustituye a una de las procesiones más tradicionales del calendario

El reloj se había parado una noche de la primera Cuaresma. El momento en que se detienen las manecillas es dramático, porque el fino mecanismo interior se para, pero el mundo sigue fluyendo. Las agujas pueden decir que son las once y veinte y sin embargo el tiempo se pierde y no regresa. Aquella noche de la primera Cuaresma el mecanismo parecía marchar como un reloj y el ruido leve de las agujas tranquilizaba con su monotonía segura cuando chillaban las noticias de un virus lejano.

Por el Centro tranquilo de los sábados por la noche salió el Cristo de la Clemencia para rezar el Vía Crucis y nadie pensaba que tuviera que llevar mascarilla ni que guardar con los demás otra distancia que no fuera la de siempre. No pasó una semana antes de que el reloj se parase, no pasaron muchos meses antes de que ver a una imagen en la calle sin nadie que controlase aforos y distancias fuese como el sueño de otra vida, como una cosa que había que reconquistar pasando por una montaña de enfermos y de hospitales, de personas que se quedaban por el camino y de muchos que tenían que encerrarse en casa para renunciar a su trabajo.

Se paró aquel reloj que tendría que haber llevado a una Semana Santa y de ahí a la Pascua, a Pentecostés y al ciclo litúrgico que se expresa en las iglesias y se manifiesta en las calles. Tuvo que haberse completado la vuelta a la esfera y haber seguido, pero el reloj de la religiosidad popular seguía parado.

Seguirá todavía detenido después de la tarde canicular del 15 de agosto, pero en una tarde de tradición íntima y de fieles que no fallan, el mecanismo volvió a escucharse, las agujas hicieron el intento de echar a andar otra vez y los engranajes chirriaron con el ruido de lo que parece que está a punto de recuperarse. Fue un milagro pequeño y frágil que se obró después de muchos días en que no se hablaba de papeletas de sitio, sino de incidencia acumulada; en que los nardos importaban menos que los datos de contagios y de fallecidos.

Pudo ser y fue: Nuestra Señora del Tránsito, la Virgen de Acá, traspasó otra vez el umbral de su templo y salió a la plaza de San Basilio. ¿Se habían puesto otra vez en marcha las manecillas del reloj, aunque fuera con tanto retraso? Faltó poco. No iba la Virgen en su paso, los pies por delante y la dulce cabeza con los ojos cerrados, sino en la urna, y no pudo pasar de la plaza. La esperaron la calle que lleva el nombre de su iglesia y de su barrio y la de Enmedio, la echó de menos el Arco de Caballerizas.

Añoraron verla los que todos los años la buscaban entre los naranjos que se abren ante la mole del Alcázar de los Reyes Cristianos o en Amador de los Ríos. Quienes desafiaron al calor todavía grande de la tarde la pensaron subiendo Torrijos a buen paso camino de la Catedral y hasta acompañarla por el Patio de los Naranjos mientras la noche iba cayendo.

No pudo pasar de allí, de la plaza de San Basilio. Si la calle se hace templo cuando pasa una imagen sin dejar de ser calle y por lo tanto abierta a todo el mundo, la plaza se convirtió en otra nave de su iglesia. Al aire libre, pero acotada para que apenas pudiesen entrar los que tenían la papeleta de sitio para participar.

Si la puerta, como suele defender el profesor Alberto Villar, tiene siempre algo de arco del triunfo por el que la imagen tiene que pasar con la mayor dignidad y emoción para encontrarse con quienes esperan, justo es pensar que incluso en esos momentos, cuando la Virgen de Acá salió a la calle, hubo un temblor parecido al de todo 15 de agosto. O al de un 15 de agosto hecho para romper los moldes de una enfermedad que se va marchando de la vida diaria, pero que todavía mantiene la religiosidad popular en un corsé de negativas y restricciones que otras muchas cosas se han podido sacudir ya.

Poco después de las nueve y media de la noche se abrieron las puertas por las que sale todos los años y la Virgen del Tránsito esperaba allí, sobre la urna deslumbrante que se ha restaurado este año. Estaba sobre unas andas cedidas por la hermandad de la Sagrada Cena que llevaron entre seis hermanos. Poco a poco, en el silencio de los que esperaban y los que la sacaban, se aproximó a la puerta y quedó sobre la alfombra. La recibió un aplauso y la emoción de quienes no imaginaban que verla salir de su casa sería algo excepcional en algún momento.

La hermandad tenía permiso para 150 sillas, pero dispuso algo menos. Sus hermanos miraron emocionados y se unieron al rezo como si fueran delante o detrás de Ella. Bajo la urna se habían simulado nubes para mostrar la subida a los cielos de la Virgen. Había colgaduras en su honor.

Podía estar el aforo limitado, pero no había más techo que el cielo azul oscuro, y nada impedía a los vecinos de las calles que llegan a la plaza se asomasen a los balcones para seguir el rezo de aquellas quince estaciones, menos frecuentes que las del Vía Crucis, pero que de alguna forma seguían aquello que quedó interrumpido en noches de una Cuaresma que nunca consumó todo lo que prometía.

Por eso si lo último había sido rezar el camino del dolor y del sacrificio, ahora se iban desgranando los momentos en que la Virgen María iba conociendo que iba a recibir en su seno al Salvador y cómo iría desvelándose ante Ella su misión. Detrás de cada una se rezaba el Avemaría y el Gloria.

Los abanicos combatían el calor y las oraciones se sucedían. El reloj parecía querer marchar otra vez, como en aquellos días extraordinarios en que las procesiones querían tomar forma. Volvían a la cabeza las dos procesiones claustrales del Corpus, la primera todavía en plena desescalada y la segunda anticipando lo que podía venir y con mucha esperanza.

Regresaba el recuerdo de otros rezos, los de los rosarios. De la mañana de octubre, cuando la enfermedad había dejado atrás días peores y todavía tenía que encarar algunos difíciles, en que la Virgen de la Paz salió a la plaza de Capuchinos. Del Vía Crucis de las cofradías con Jesús Nazareno por las naves de la Catedral.

Del domingo de mayo en que ante la puerta de la iglesia del Beato Álvaro de Córdoba los cofrades de la Cena rezaron los misterios ante María Santísima de la Esperanza del Valle sin poder salir a su ancho barrio. Cuando la Virgen entró otra vez a su iglesia alguien se secó las lágrimas. El reloj continúa parado, pero las manecillas tiemblan de impaciencia a la espera de que la voluntad política, la vacunación y la caída de la enfermedad hagan posible que se ponga en marcha para cumplir una y otra vez sus ciclos eternos. Los mismos que siempre pasan por el Alcázar Viejo cada 15 de agosto